“Pintar es cosa de viejos”, decía Miquel Barceló (Felanitx, 65 años) Hace unos días en París. “Se necesitan muchos años para aprender. Con la edad aprendes a hacer lo que quieres hacer y cómo quieres hacerlo. A los 20 lo haces lo mejor que puedes”.
Era domingo. Afuera, el bullicio turístico del Marais, el barrio parisino donde pasa la mitad de sus días con su Mallorca natal. En el interior, su taller de varios pisos, una auténtica galería de curiosidades: cabezas de animales y un cráneo de hipopótamo, telas sin terminar, vitrinas con pescados disecados y los 400 volúmenes de cuadernos —dibujos, textos, pinturas— rigurosamente dispuestos que resumen su vida itinerante: Mallorca, Francia, África… Toda una vida, una obra.
Es un otoño de Barceló en París. En la sede de Pantin, en la periferia nororiental de la capital, de la galería Thaddaeus Ropac, el mallorquín expone su grisallas, bodegones pintados con la antigua técnica de la grisalla, entre 2019 y 2022, muchos de ellos en plena pandemia y confinamiento. Y el Louvre incluye uno de sus grisallas en Cosas (Cosas), gran retrospectiva en París, la primera desde 1952 sobre la naturaleza muerta, inaugurada ayer miércoles y abierta hasta el 23 de enero. Es la sexta vez que expone en el museo-palacio de la rue Rivoli. “Ninguna ciudad me gusta tanto como París”, dice Barceló. “Cézanne siempre decía que tenía la luz perfecta para pintar, esta luz gris claro”.
En los cuadros expuestos en Pantin hay peces y calaveras, gambas y toros, conejos. Flores, conchas, pulpos. Mesas y cuchillos. Hay un eco lejano de unos peluches o animales que mostró unos días antes en el taller. También los motivos y la línea de toda su obra desde que irrumpió en los años ochenta, yendo a contracorriente de la época, y demostró que la pintura no había muerto y que no había nada más moderno que la pintura. Pero estos bodegones son un reflejo de lo que, a 10 kilómetros de esta fábrica de principios del siglo XX, se puede contemplar en el Louvre. Desde las representaciones prehistóricas de hachas e imágenes de Pompeya, pasando por bodegones de Sánchez Cotán, el flamenco, Chardin, e incluso Dalí, Picasso, Miró y la española Esther Ferrerque expone el autorretrato fotográfico euroretrato.
En medio de todas estas obras, el Grisalla con pez espada, de Barceló: una mesa con un pez espada y flores, cabezas de animales. Muchos de estos motivos —es fácil de entender al recorrer la exposición— fueron utilizados por sus antecesores en la epopeya de la naturaleza muerta. “El más vil”, como decía Plinio el Viejo en referencia a un pintor de bodegones de su época; el más alto también porque, parafraseando a Karl Marx, las cosas —mercancías, decía el autor de Capital— “Son algo muy complejo, lleno de sutilezas metafísicas y ambigüedades teológicas”.
“Yo no pinto cosas que tengo delante”, declara Barceló. “Lo que pinto es mi propia pintura y al mismo tiempo la historia del arte. Es como llamar a mis personajes, como si Balzac sacara a los personajes del comedia humana y ponerlos en una habitación. La grisalla es una forma de darles el mismo aspecto escultórico. Son cenizas congeladas, como si todo hubiera sido quemado y luego congelado. Mi hija dice que es como si hubiera pasado el volcán de Pompeya. los canicie tiene más que ver con el pensamiento que con el objeto mismo. Lo que pasa con que la pintura sea un cosa mental Ya lo dijo Leonardo da Vinci”.

Hay algo de irreal y melancólico en los nuevos tejidos de Barceló, un mundo de sueños o de ideas; algo de invierno nuclear, en estas cenizas heladas, o de otoño gris. ¿Naturaleza muerta? El término es inexacto. “No es natural, porque es pintura, ni está muerta”, comenta Barceló en la parte más luminosa del taller, el espacio donde pinta y donde ensaya. Camarón de la Isla y el guitarrista Moraíto cuando actuaron en París. “Mira”, agrega, señalando un lienzo sin terminar, “aquí hay una cebra y un pez espada, pero no parecen estar muertos, al contrario”.
Barceló está trabajando en pinturas en relieve, pintadas con carboncillo y con cabezas de animales, “como en Chauvet”, dice, refiriéndose a la cueva paleolítica en el sur de Francia, descubierta en 1994. “El tema es el mismo, la técnica es la misma, el material es el mismo, pero está muy claro que es una pintura moderna”, reflexiona. “¿Dónde está, entonces, la modernidad? Está en el hecho de que es transportable, probablemente. Los pintores siempre pintan lo mismo”.
Barceló no es una empresa-artista, de estas con un gran equipo de colaboradores que ejecutan sus ideas. Lo que le gusta es ensuciarse las manos, la ropa, el suelo. “Me encanta pintar, por eso me paso el día pintando”, añade. “Mira el piso del taller: es todo un programa. La mejor pintura es siempre la tierra”.
La cabeza del hipopótamo se la regalaron sus vecinos de Malí, donde vivió y trabajó largas temporadas, y donde todavía tiene una casa: “Me invitaron a cenar, me comí un trozo de la mejilla del hipopótamo, fue una barbaridad. ” Sin este país africano, plagado de violencia y yihadismo durante una década o más, y convertido en un campo de batalla para las potencias mundialesBarceló no se entiende, aunque no puede volver desde 2014.

“Me secuestran ahí arreglado”, dice. “Mis amigos me decían: ‘No vengas, es fatal’”. Y explica: “Es una guerra en la que se reproducen los nómadas contra los sedentarios: los campesinos animistas o cristianos son sedentarios, los ganaderos musulmanes son nómadas. Y tienen conflictos y son usados por los de [la milicia] Wagner, Rusos. Y luego los estadounidenses han desplazado a los franceses. Los chinos compran todo. Es como el nuevo Eldorado, como el Lejano oeste”.
Barceló explica que hace un tiempo vio los primeros indicios de lo que iba a pasar. “Las mezquitas eran lugares muy bonitos, yo siempre iba, tomabas el té, te sentías bienvenido, como una iglesia de pueblo”, recuerda. “De repente pusieron altavoces, que era como un gesto agresivo, y ya no éramos bienvenidos. Me di cuenta de que algo estaba pasando. Tenía noventa y tantos”.
En otra sala de la exposición cuelgan dos fotografías de Picasso y una cerámica malagueña, de temática taurina. Que en el Louvre su bodegón esté junto a las piezas de Picasso y Miró —a quien trató en Mallorca— es una feliz conjunción, una especie de homenaje a una estirpe artística, la suya.
“Cuando tenía diez años, me encantaba Walt Disney, Mickey Mouse era genial en blanco y negro”, dice. “Pero luego dejó de gustarme y nunca me volvió a gustar. En cambio, siempre me ha gustado Picasso”.
No hace falta pedir que Barceló mencione el debate sobre la revisión de Picasso en el cincuentenario de su muertey su conducta con las mujeres. Lo enmarca en el movimiento de demolición de figuras históricas, como las estatuas de evangelizadores y conquistadores, e incluso de Cervantes, vandalizadas en Estados Unidos. “Todos los que eran del siglo XVII, con gorgueras, fuera”, dice. “Ahora Picasso, fuera. Me parece un signo de estupidez. Supongo que eso pasará, pero…

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